El rey arruiando

Érase una vez un rey de un lugar lejano. Un reino formado por mucha gente, más de lo nunca pensado. Había toda clase de personas, desde herreros que forjaban armas a quienes amaban como taberneros que servían consejos y prudencia. Todo marchaba, a duras penas o no, en aquel peculiar lugar.
El rey era un hombre que se relacionaba con gente que amaba y consideraba de confiar: brujas del bosque, hombres que adoraban a los cuervos o comerciantes del sur o del valle donde el reino estaba erigido.
El monarca pasaba las horas en la sala del trono. Y cómo no, en el suelo habitaba, colindante por doquier, el agua de sus lágrimas. A veces ruidosa, otras silenciosa, pero siempre presente. A su alrededor miles de monedas de oro se amontonaban. No tenían cara o cruz, sino cuentos y poemas en los reversos.
Pero, ¿qué pasaba con las monedas? Que para cada persona del reino había una, dos, o un saco de ellas quizás. Para el pueblo, no con quienes se regocijaba. Ellos bebían de su sangre y voz.
Pero la arena que era el tiempo cayendo en una jaula de cristal, de arriba a abajo, no perdonaba a estas monedas. Estas se tornaban color cobre, oxidadas a más no poder. Las que aún conservaban oro eran robadas por la gente del reino, entraban petulantes, intrépidos, en busca de ellas. Todos se llevaban algo, pero el rey seguía en el trono.
Tenía oro para quienes quería y para quienes no. Belleza para los merecedores, fealdad para los miserables.
Meses y días, días y meses caían como hojas caducas de un saúco enfermo, pero aún de matices vívidos. El rey se arruinaba cada día. El rey, cada día, reinaba más en sus ojeras color mora que en su propio reino. Y,  ¿a qué se debía?
A que cada noche se asomaba a la ventana y miraba la luna, hermoso espejo del astro rey. Él siempre decía que quien sabía aprovechar los recursos y mostrarse hermoso era hermoso y astuto, no como quien brillaba por naturaleza, sin mero esfuerzo. Cada noche, cuando el sol decidía dormir, él se asomaba con un laúd de madera de abedul. Toda la noche se pasaba en el alféizar de caolín que daba al cielo y cantaba, recitaba o narraba lo que la diosa improvisación le brindaba. A veces la luna y él reían, lloraban, o él era el único que sentía por la situación de ambos. A veces la luna bailaba con otros astros y estos, le dibujaban constelaciones o le entonaban dulces palabras. Él también lo hacía, pero no era escuchado. Pese a ello, no cesaba.
Se daba cuenta cada amanecer que no era el oro perdido lo que le arruinaba, eran las musas que danzaban con sus sentimientos, huyendo del laúd, de su alma, de él. El vender su alma a la luna, a lo que ella era en su total magnitud, belleza y fuerza de ofuscar, era lo que bebía de él. Lo que comía de su persona. Lo que era capaz de besar de sus entrañas.


Cada día que pasaba el rey estaba más arruinado.

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