Basto desierto

Con una zamarra podrida y unas botas gastadas,
dos revólveres trucados con seis balas cada,
y hacha en esos dedos de uñas afiladas,
se mostraba un hombre muerto con toda arma cargada.

El propio camino a su destino negruzco,
le daría sepultura, una muerte segura.
¿Y qué si moría? No había truco.
Estaba enamorado, hasta la más basta locura.

Un día, tomando whisky como divina jalea,
escuchó el nombre de su preciado amorío.
No cabía en sí,  como en el yermo un caudaloso río,
brotó de él una férrea fuerza, de invencible ralea.



Pero las noches con él eran frías, duras.
No había tuétano que no estuviera escarchado.
Los recuerdos le golpeaban, como un amo con varas,
esperando que ese martirio diese resultado.

Las lunas besaban montañas y dunas.
Y él llegó, ya pasado el tiempo, a una villa.
Como si nada, como Jesús después de lo de Judas,
vio a quien amaba, dama cambiada, de oscura arcilla.

Lo siguiente puede resultar doloroso, pero fue lo real.
Daban igual todos lo años que él había sido leal.
Ella casada, y con criaturas crecidas y en camino,
no estaba para él. Estaba diferente, como el vino.

Y así lo hizo, dio rienda suelta a su interna bestia.
Sus balas eran garras bailarinas, asesinas.
Su hacha comió hasta engordar como antes jamás.
Sus ojos de humano se tornaron licántropos. Carnes, vísceras, y alguna que otra entraña,
entre los pozos de sangre de cada niño y niña, tendidos los cadáveres, morados y malolientes. Otro festín para carroñeros pululantes.
La historia que nunca se resolvió. Nunca.
De un loco hombre enamorado de talón a nuca.

Un asesino que aún se busca.

Comentarios